1 de marzo de 2014

Wild (Salvaje)

Vuelvo tras haber estado sepultada con trabajo unas cuantas semanas, lo que no me ha dejado mucho tiempo para lecturas. Y es una pena haber leído Wild un poco a trompicones, pues lo cierto es que es la típica historia con la que una se puede pasar horas y horas sentada en una cafetería enfrascada en la lectura y ajena al mundo alrededor.

Con 22 años, Cheryl Strayed lo había perdido todo: su madre acababa de morir de un cáncer fulminante y, de resultas, su familia se había dispersado. Seriamente afectada, se metió en una espiral de infidelidades, se divorció de su marido –a quien todavía amaba– y cayó en las drogas. Cuatro años después y sin nada que perder, tomó una decisión impulsiva: recorrer el Sendero del Macizo del Pacífico, una ruta de más de 4.000 km por las montañas que bordean la costa oeste de Estados Unidos (llamado en inglés Pacific Crest Trail o PCT).

Y así fue como, en 1995, se embarcó sin tener experiencia alguna en senderismo en un periplo que la llevaría a recorrer 1.800 km cruzando los estados de California y Oregón con la única compañía de una inmensa mochila, apodada «Monstruo», que pesaba casi la mitad que ella misma y que se convertiría tanto en una tortura como en una compañía, un apéndice de sí misma.

Cheryl en 1995, cuando llevaba 10 días recorriendo el PCT.
Este fue un viaje de superación en toda regla, de seguir caminando por un escenario inmisericorde cuando uno cree que no puede hacerlo más, de vencer el miedo de estar sola en el bosque (I am not afraid, I am not afraid… se repetía como un cántico), de superar el dolor físico (Cheryl llevaba unas botas demasiado pequeñas que le laceraron los pies, le hicieron perder seis uñas y convirtieron la ruta en un suplicio) y de desesperación (tenía muy poco dinero y en ocasiones no le daba ni para comprarse un refresco en una tiendecita tras haber caminado 200 km). También recuerda su vida pasada, a sus padres y hermanos y las vivencias que la han llevado hasta allí, y el lector observa cómo poco a poco el camino va imponiendo su redención: Cheryl se reconcilia con su pasado y acepta (no sé si es el verbo más adecuado) la muerte de su madre. Es hora de pasar página.

En la soledad del bosque todos los sentimientos se ven exacerbados, por lo que los momentos buenos fueron gloriosos: la compañía ocasional de otros senderistas, con los que compartió charlas, risas y comida; la satisfacción de comprobar que, gracias a su voluntad irrefrenable, su cuerpo se curtía y era capaz de recorrer más kilómetros cada jornada; la gloria de darse un baño caliente tras llevar dos semanas en el bosque sin ducharse, cubierta de costras de sudor; el placer infinito de comprarse una hamburguesa y una ensalada en un pequeño resort de montaña tras días de comidas deshidratadas...

Con Joshua, con quien caminaría unas cuantas jornadas. Nótese la diferencia entre su mochila y «Monstruo».

En fin, me gustaría que en esta reseña quedara plasmado mi total entusiasmo por esta novela. Cheryl Strayed es una narradora inteligente, que mezcla a la perfección el relato de sus jornadas en la montaña con los recuerdos del pasado. Es también tremendamente sincera, y se expone en el libro por completo para que el lector la acompañe jornada a jornada en su periplo hacia la curación.



Por cierto, esta lectura me recordó mucho a otro libro, si bien el tono de la narración no tiene nada que ver: A Walk in the Woods, de Bill Bryson (no está traducido, me temo), narra el intento que hizo el autor en 1998 de recorrer el sendero de los Apalaches con su amigo Stephen Katz. No sé si conocéis a este autor; a mí sus libros de viajes me resultan tronchantes y este, en concreto, es el que más me gusta de todos. Tiene un sentido del humor muy gráfico y se las apaña para hacerte reír hasta decir basta al tiempo que te ilustra con datos históricos sobre el sendero e información sobre fauna y flora. Muy recomendable para seguir en la línea de las aventuras mochileras, aunque, como digo, en un tono muy diferente.


Y, bueno, para poneros los dientes largos con el libro de hoy, os dejo el prólogo, que está colgado en algunas páginas de Internet y, por tanto, supongo que puedo reproducir también aquí, a ver si os entra el gusanillo de leerlo:


Eran árboles altos, pero yo estaba en una posición aún más alta: por encima de ellos, en una escarpada ladera en el norte de California. Momentos antes me había quitado las botas de montañismo, y la del pie izquierdo había caído entre esos árboles al volcarse sobre ella la enorme mochila, salir catapultada por el aire, rodar hasta el otro lado del sendero pedregoso y despeñarse por el borde. Tras rebotar en un afloramiento rocoso a unos metros por debajo de mí, se perdió de vista entre la enramada del bosque, donde ya era imposible recuperarla. Atónita, ahogué una exclamación, pese a que llevaba treinta y ocho días en medio de aquella agreste naturaleza y a esas alturas sabía ya que cualquier cosa podía ocurrir, y que ocurriría. Pero no por eso dejaba de asombrarme cuando por fin sucedía.

La bota había desaparecido. Había desaparecido de verdad.

Estreché a su compañera contra mi pecho como si fuera un bebé. Un gesto vano, por supuesto. ¿De qué sirve una bota sin la otra? De nada. Es un objeto inútil, huérfano para siempre, y no podía apiadarme de ella. Era un armatoste de bota, de lo más pesada, una Raichle de cuero marrón con cordón rojo y presillas metálicas plateadas. Después de sostenerla en alto por un momento, la arrojé con todas mis fuerzas y la observé caer entre los exuberantes árboles y desaparecer de mi vida.
Estaba sola. Estaba descalza. Tenía veintiséis años y también yo era huérfana. "Una verdadera extraviada", había dicho un desconocido hacía un par de semanas cuando le di mi apellido y le hablé de mis escasos lazos con el mundo. Mi padre abandonó mi vida cuando tenía seis años. Mi madre murió cuando yo tenía veintidós. Después de su muerte, mi padrastro dejó de ser la persona a quien consideraba mi padre para transformarse en un hombre al que yo solo reconocía de vez en cuando. Mis dos hermanos, en su dolor, se distanciaron, pese a mis esfuerzos para que los tres nos mantuviéramos unidos, hasta que me rendí y también yo me distancié.

Durante los años anteriores al momento en que arrojé mi bota al precipicio en esa montaña, yo misma estaba arrojándome a un precipicio. Había deambulado, vagado y errado –de Minnesota a Nueva York, de allí a Oregón, y luego por todo el oeste– hasta que por fin, en el verano de 1995, me encontré allí, descalza, sintiéndome no ya sin lazos con el mundo, sino amarrada a él.

Era un mundo en el que nunca había estado y que, sin embargo, como bien sabía, siempre había existido; un mundo en el que había entrado a trompicones, afligida, confusa, temerosa y esperanzada. Un mundo que, según pensé, me convertiría en la mujer que yo sabía que podía llegar a ser y, a la vez, me permitiría volver a ser la niña que había sido en otro tiempo. Un mundo cuyas dimensiones eran medio metro de ancho y 4.285 kilómetros de largo.

Un mundo llamado Sendero del Macizo del Pacífico.

Había oído hablar de él por primera vez solo siete meses antes, cuando vivía en Minneapolis, triste, desesperada y a punto de divorciarme de un hombre a quien aún amaba. Mientras hacía cola en una tienda de actividades al aire libre, esperando para pagar una pala plegable, cogí de una estantería cercana un libro titulado El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California, y leí la contracubierta. El SMP, decía, es un sendero a través de la naturaleza que discurre ininterrumpidamente desde la frontera entre México y California hasta poco más allá de la frontera canadiense, pasando por las cimas de nueve cadenas montañosas: Laguna, San Jacinto, San Bernardino, San Gabriel, Liebre, Tehachapi, Sierra Nevada, Klamath y las Cascadas. En línea recta equivale a una distancia de mil setecientos kilómetros, pero el sendero tiene una longitud de más del doble. Atravesando en su totalidad los estados de California, Oregón y Washington, el SMP cruza parques nacionales y reservas naturales, así como territorios federales y tribales y propiedades particulares; desiertos y montañas y bosques pluviales; ríos y carreteras. Di la vuelta al libro y contemplé la cubierta –un lago salpicado de peñascos y rodeado de riscos que se recortaban contra el cielo azul–; volví a dejarlo en su sitio, pagué mi pala y me marché.

Pero pasados unos días regresé y compré el libro. Por entonces el Sendero del Macizo del Pacífico no era para mí un mundo; era una simple idea, imprecisa y disparatada, prometedora y llena de misterio. Algo brotó dentro de mí mientras seguía con el dedo su línea irregular en un mapa.

Recorrería esa línea, decidí; o al menos tanto de ella como pudiera en unos cien días. Desmoralizada y confusa como nunca lo había estado en la vida, vivía sola en un estudio en Minneapolis, separada de mi marido, y trabajaba de camarera. Todos los días me sentía como si mirara hacia arriba desde el fondo de un profundo pozo. Pero desde dentro de ese pozo me propuse convertirme en una montañera solitaria. ¿Y por qué no? Había sido ya muchas cosas. Afectuosa esposa y adúltera. Amada hija que ahora pasaba las vacaciones sola. Ambiciosa alumna aventajada y aspirante a escritora que saltaba de un trabajo insignificante a otro mientras jugueteaba peligrosamente con las drogas y se acostaba con demasiados hombres. Era nieta de un minero del carbón de Pensilvania, hija de un obrero siderúrgico convertido en viajante de comercio. Al separarse mis padres, viví con mi madre, mi hermano y mi hermana en complejos de apartamentos habitados por madres solteras y sus hijos. En la adolescencia, viví en plan «retorno a la naturaleza» en los bosques septentrionales de Minnesota, en una casa que no tenía retrete interior ni electricidad ni agua corriente. A pesar de eso, llegué a ser animadora en el instituto y reina de la fiesta de inauguración del curso escolar; luego me fui a la universidad y, en el campus, me convertí en feminista radical e izquierdista.

Pero ¿recorrer sola dos mil kilómetros por un entorno agreste?
Nunca había hecho una cosa así ni remotamente. Pero no perdía nada por intentarlo.

Ahora, de pie y descalza en aquella montaña californiana, se me antojaba que habían pasado años, que en realidad había sido en otra vida cuando había tomado la decisión, posiblemente insensata, de darme un largo paseo sola por el SMP con el propósito de salvarme. Cuando creí que todo aquello que había sido antes me había preparado para ese viaje. Pero nada me había preparado ni podía prepararme para aquello. Cada día en el sendero era la única preparación posible para el día siguiente. Y a veces ni siquiera el día anterior me preparaba para lo que vendría a continuación.

Por ejemplo, para el hecho de que mis botas se precipitaran irrecuperablemente por un barranco.

Cheryl en Crater Lake (agosto 1995).
La verdad es que lamenté perderlas de vista solo hasta cierto punto. Durante las seis semanas que las calcé, atravesé desiertos y nieve, dejé atrás árboles y arbustos, y hierba y flores de todas las formas, tamaños y colores, subí y bajé montañas, y recorrí campos y claros, y porciones de tierra que me era imposible definir, salvo para decir que había estado allí, había pasado por allí, las había cruzado. Y a lo largo del camino esas botas me levantaron ampollas en los pies y me los dejaron en carne viva; por su culpa, se me ennegrecieron las uñas y cuatro de ellas se desprendieron dolorosamente de los dedos. Para cuando perdí las botas, ya no quería saber nada de ellas, y ellas no querían saber nada de mí, aunque también es verdad que las adoraba. Para mí, ya no eran tanto objetos inanimados como prolongaciones de mi propia identidad, igual que casi todo aquello que llevé a cuestas ese verano: la mochila, la tienda, el saco de dormir, el depurador de agua, el hornillo ultraligero y el pequeño silbato de color naranja que tenía en lugar de arma. Eran los objetos que yo conocía y con los que podía contar, las cosas que me permitían seguir adelante.

Miré los árboles por debajo de mí, sus altas copas meciéndose suavemente en la brisa tórrida. Podían quedarse con mis botas, pensé, recorriendo con la vista aquella vasta extensión verde. Había decidido descansar allí por el paisaje. Era un día de mediados de julio, ya avanzada la tarde, y me hallaba a muchos kilómetros de la civilización en todas direcciones, a muchos días de la solitaria oficina de correos donde había recogido mi última caja de reaprovisionamiento. Cabía la posibilidad de que algún montañero apareciera por el sendero, pero eso rara vez ocurría. Por lo general, me pasaba días sin ver a nadie. En cualquier caso, daba igual si alguien venía o no. En esa aventura estaba sola.

Observé mis pies descalzos y maltrechos, con sus escasas uñas residuales. Eran de un blanco espectral hasta la línea trazada a unos centímetros por encima de mis tobillos, donde normalmente acababan los calcetines de lana. Por encima, tenía las pantorrillas musculosas y doradas y velludas, cubiertas de polvo y una constelación de moretones y arañazos. Había empezado a caminar en el desierto de Mojave y no pensaba detenerme hasta tocar con la mano un puente que cruza el río Columbia en el límite entre Oregón y Washington, cuyo magnífico nombre es Puente de los Dioses.
Miré al norte, en dirección a él: la sola idea de ese puente era para mí una almenara. Miré al sur, hacia donde había estado, hacia la tierra agreste que me había aleccionado y abrasado, y me planteé mis opciones. Solo tenía una, lo sabía. Desde el principio había tenido solo una.

Seguiría adelante.