A Handful of Earth está narrado en primera persona por Barney Bardsley y cuenta una historia real: la de su marido, que fue diagnosticado de cáncer a los 36 años, cuando la hija que ambos tenían en común acababa de cumplir un año de vida. Qué ironía… También es la historia de ella, pues ejerció como cuidadora incansable de su marido desde ese momento en que decidieron que aquello no era una sentencia en firme y durante los diez largos años que plantaron cara a la enfermedad.
Sin embargo, cuando Tim finalmente murió, Barney quedó sola, exhausta, con una hija a la que sacar adelante y prácticamente en bancarrota. Así las cosas, para hacer frente al día a día se entregó en cuerpo y alma a una pequeña y al principio descuidada parcela. El aire libre, el trabajo físico, el ejercicio y el observar los ritmos de la naturaleza (eternos ciclos de abundancia y decadencia) le ayudaron a afrontar el duelo y a superar tan dura experiencia.
El libro cubre el periodo de un año, de enero a diciembre, y a medida que se suceden las estaciones el ambiente meditativo del huerto ayuda a Barney a compartir sus sentimientos y recuerdos con el lector: recuerdos de infancia, de los primeros años de matrimonio o de cuando su hija era pequeña, los mitos y emociones vinculados a una planta en concreto, sus propios estados de ánimo que sobrevienen a medida que pasamos de una estación a otra, los momentos más duros de la enfermedad de su marido… Y, sobre todo, es una narración acerca de cómo superó su duelo y retomó las riendas de su vida gracias al poder sanador de su huerto y de los ritmos de la naturaleza.
Un libro para leer con calma, con el que entran unas ganas tremendas de cuidar de un jardín o huerto a modo de terapia, pero que puede ser a ratos una lectura dura porque mira al cáncer de frente y habla de esa vivencia sin tapujos. Confieso que al final tenía ganas de terminarlo y pasar a lecturas más alegres, si bien esta es una novela recomendable y muy inspiradora.
The beat of your foot on the earth, that is what counts. Get outside. If winter is in your heart, and not just outside the window, there will always be something in nature to soothe you. It's just the way it is. A garden lives and breathes: it offers stamina for a tired body and a soul worn thin with strain. But you have to work for it. And this is where the work starts – in the dead of January, when nothing grows, and everything has gone under. The work? Believing that life will resurface – that what is lost will return. Becoming a gardener is, first and foremost, an act of the imagination, of hope. And hope is not just a feeling, it is a muscle which can be developed, even in the most wintry of spirits. So go walking. And as you do so, think deep, and dream the garden back to life, right where it matters, in the dark of your mind. These are the messages I sing to myself.