La novela Una gota de afecto está ambientada en una antigua casona familiar en Cantabria, llamada La Luz de Lara. Hasta allí regresa Jaime Herrera, tras seis décadas viviendo en el extranjero por su profesión de ingeniero. Durante todo ese tiempo ha estado completamente desconectado de su familia, tras una ruptura abrupta en su infancia: sus padres comenzaron a enviarlo a internados cuando tenía apenas diez años y se marcharon a América sin volver nunca más. Este abandono dejó en Jaime una herida profunda que aún no ha logrado cerrar.
La casa pasó a manos de su difunta hermana y actualmente vive allí su sobrino Eugenio, un joven músico, junto a su esposa Mercedes y su bebé. Jaime anuncia su llegada apenas unos días antes, mediante un telegrama; tío y sobrino ni siquiera se conocen. A partir de ese momento, se instala en la casona sin fecha de partida. Consciente de su avanzada edad, Jaime comienza a hacer balance de su vida y repasa una y otra vez la historia de varias generaciones de su familia.
La rutina de los jóvenes es tranquila, casi ociosa. Eugenio, con poco más de veinte años, dedica el día a practicar música, mientras Mercedes se centra exclusivamente en el cuidado de su hija. Apenas salen de la casa. Viven de la menguada herencia que recibieron, pero no parecen del todo conscientes de que, con ese estilo de vida —sin ingresos y con cocinera y criada—, los recursos se agotarán pronto.
En un principio, el trato entre tío y sobrinos es cordial y educado. Todo hace pensar que la novela girará en torno a la vida familiar y a las muchas generaciones que habitaron esa casa, marcada por hombres débiles y mujeres fuertes que llevaban la voz cantante. Jaime recuerda con nostalgia aquellos ecos del pasado.
Sin embargo, lo que parecía ser una historia de sagas familiares y memorias del hogar pronto toma un rumbo... inesperado. Jaime resulta ser un hombre egoísta, misántropo, solitario, con una necesidad constante de controlar todo lo que le rodea. Vive anclado en el rencor, probablemente como consecuencia del abandono sufrido en la infancia, y sigue buscando —aunque de forma inconsciente— «una gota de afecto» entre los suyos. No aprueba el modo de vida de sus sobrinos, teme que la casa se deteriore por falta de mantenimiento y comienza a juzgarlos con creciente severidad.
El insomnio lo lleva a deambular por la casa durante la noche, y en ocasiones no puede resistir la tentación de espiar el dormitorio de Eugenio y Mercedes mientras duermen. Estas escenas me resultaron especialmente incómodas, más aún al ver cómo Jaime parece obsesionarse con las mujeres jóvenes, un aspecto inquietante del personaje.
El desenlace me pareció terrible. Es una de esas novelas en las que las mujeres funcionan como simples instrumentos narrativos al servicio del desarrollo del protagonista masculino. Sumado a lo desagradable que me resultó Jaime, terminé con sentimientos muy encontrados. Me sorprendió el giro que toma la trama —esperaba simplemente una novela sobre linajes familiares—, pero no puedo decir que la haya disfrutado, precisamente por la naturaleza tan tóxica del personaje principal y ese final en el que todo salta por los aires.
Me quedo con lo positivo: he descubierto lo que son las casonas de indianos de Cantabria, esas mansiones construidas por españoles que hicieron fortuna en América y regresaron a su tierra natal a finales del siglo XIX o principios del XX.
Por cierto, el 18 de julio, justo cuando estaba leyendo esta novela, José María Guelbenzu falleció en Madrid a los 81 años. Que mi reseña un poco tibia no os impida descubrir otras novelas suyas. Hace unos años leí No acosen al asesino y me pareció una novela policíaca muy lograda, también con una magnífica ambientación en el norte de España.