«Pronto llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y
hojas muertas. Los días fueron haciéndose más cortos cada vez y las
interminables noches junto a la chimenea comenzaron a sumirnos poco a poco en
un profundo tedio, en una pétrea y desolada indiferencia contra la que las
palabras se deshacían como arena y en la que los recuerdos daban paso casi
siempre a inmensas extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún
estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no había muerto
y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de Gavín), nos
reuníamos todos en una de las casas, junto a la chimenea, y, allí, durante
largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían en lo alto del tejado,
pasábamos las noches del invierno contándonos historias y recordando personas y
sucesos, casi siempre de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la
amistad y que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el
frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí, el fuego y
las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos nos hacían cada vez más
silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde
hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones.»
«El tiempo acaba siempre borrando las heridas. El tiempo es
una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos.
Pero hay hogueras que arden bajo la tierra, grietas de la memoria tan secas y
profundas que ni siquiera el diluvio de la muerte bastaría tal vez para
borrarlas. Uno trata de acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios
y óxido encima del recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta
una simple carta, una fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo
del olvido.»
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