Atila se puede decir que es un detective de novela negra prototípico: cínico, mordaz, frío, amigo de la botella, con un seco humor negro, un corazoncito que en el fondo le brinca en el pecho y una comodidad absoluta a la hora de desenvolverse por el barrio chino de su ciudad (que en esta novela es Barcelona).
Nuestro detective tiene una precaria mesa en un locutorio, donde atiende a los clientes de medio pelo que puedan requerir de sus servicios. Un día le visita un peruano preocupado porque la chica que vivía con él, una bielorrusa llamada Galina, ha desaparecido. Lo cierto es que cuando Atila se pone a husmear empiezan a sucederse las muertes, pero no aparece ninguna pista concluyente. ¿Dónde está Galina? Las sospechas se centran en un club de carretera, donde Galina podría haber ejercido la prostitución, pero pronto las pistas empiezan a apuntar a otros derroteros.
Y así arranca una novela que he disfrutado mucho. Uno de los mejores puntos es que la trama no tiene que sustentarse a base de ingeniosos descubrimientos del protagonista. El mismo Atila admite en buena parte del libro que anda perdido, no sabe a dónde apuntan las pistas y no tiene ni idea de por dónde tirar. Y no pasa nada. La trama funciona igual sin esos golpes de adrenalina que tanto abundan en otras novelas.
Lo personajes –también los secundarios– son todos geniales: me han encantado Carrito, Valentina, Lena y Silvina. ¡Parecen tan reales! Y hay historias de amor con un tremendo tinte de realidad, no esas con heroínas prototípicas, sin mácula y desustanciadas que parecen sacadas, como mencionaba en mi anterior reseña, de una peli de Disney. Estas historias de amor, por cierto, tienen como banda sonora los tangos de Gardel, y francamente no se me ocurre un mejor hilo conductor para ellas.
Debo decir también que al principio la historia no me acababa de enganchar, sobre todo porque la puntuación del libro me parece floja y a la edición se le han colado más erratas de lo que sería deseable. Y confieso que me costó meterme en la forma de contar las cosas del autor. Sin embargo, hacia la mitad (es un libro finito) la narración coge una inusitada fuerza y la verdad es que prácticamente consiguió que me olvidara de la ausencia casi total de puntos y coma.
El año pasado salieron al mercado otros dos libros con Atila de protagonista: Un buen lugar para reposar (por el resumen que han publicado en la web de la editorial tiene muy buena pinta) y Ruido de cañerías. ¡Tantos libros y tan poco tiempo! Pero sí, me gustaría seguir leyendo a Atila… Y, hablando de eso, el autor dice aquí que el personaje da para bastante, así que parece que tendremos Atila para muchos libros más. ¡Que así sea!
Termino con una reflexión que hace el autor en la novela hablando del Raval de Barcelona, el barrio en el que transcurre la trama, y que me parece de lo más acertada:
«El barrio está en transformación permanente, se derriban casas vetustas y las callejas estrechas se llenan de bares de diseño y pubs de moda, que a partir de la tarde noche se llenan de gente guapa, especialmente jóvenes universitarios de ideas avanzadas, liberales que se mezclan con placer con sus hermanos menos favorecidos venidos de tierras menos afortunadas. Ellos son los que viven hacinados en los pisos miserables que están sobre los bares de diseño que abarrota la gente guapa.
Luego la gente guapa se va y los otros se quedan.»
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