7 de noviembre de 2014

Solsticio de invierno

De vez en cuando busco una lectura tranquila, sin sobresaltos; no siempre apetecen las historias densas o trepidantes, y yo hace días que dejé atrás los libros que me hacían sentir como el sufridor en casa (tipo Ken Follett; me leí de jovencilla Los pilares de la Tierra y lo disfruté, pero con Un mundo sin fin, años después, no duré ni diez páginas, porque ya veía que «los buenos» iban a estar pasándolo mal durante setecientas páginas, y yo con ellos). El caso, que mi regalo de Sant Jordi desde el blog de Kayena fue este (¡gracias a Anduriña!), me pareció que era el momento y no quería que pasara más tiempo sin leerlo.

La palabra que me venía continuamente a la cabeza es «lectura plácida» y creo que eso mismo se desprende de la reseña del libro (que he sacado de Internet, y ojo a quienes no quieran saber casi nada de la trama, porque hay spoilers):

Elfrida Phipps, actriz retirada, decide a sus sesenta años abandonar Londres, sin más compañía que su inseparable perro Horace, e instalarse en un pueblo del sur de Inglaterra. Allí, el destino la une a Oscar Blundell, un hombre sumido en la mayor desolación tras perder a su esposa y su hija. Juntos, Elfrida y Oscar se trasladan a Escocia, donde el paisaje, la gente, el clima y el whisky se aúnan para crear un ambiente mágico donde el amor es posible a todas las edades y ante las circunstancias más adversas.

Creo que no me decantaría por leer siempre libros de este tipo, pero sí que volveré a Rosamunde Pilcher porque me ha gustado mucho el concepto, como digo, de lectura plácida que propone (sin asesinatos impactantes que abren la trama, sin giros inesperados que lo trastocan todo, sin sufrimiento a raudales que solo se acaba a cinco páginas del final); además, me encanta el retrato de Inglaterra que hace. Sí, confieso que en algún momento me he visto a mí misma dentro de veinte años reflejada en Elfrida, con gato en lugar de perro, convertida en una señora apacible y algo estrafalaria que recorre las tiendas de baratillo de un pueblecito inglés en busca de la taza perfecta, jajaja…



Para terminar, copio un fragmento que no tiene nada de particular pero quizá refleje bien el saborcillo que transmite este libro:

En realidad, aquello distaba mucho de la perfección, naturalmente. Amontonados en el exiguo espacio del viejo bungalow se hallaban los muebles y enseres personales con los que Elfrida se había mudado de Londres. El sofá hundido, el pequeño sillón victoriano, el guardafuegos de latón, el escritorio desportillado. Lámparas, cuadros sin ningún valor y demasiados libros.
—Como el día está tan gris, tenía intención de encender el fuego, pero aún no me he puesto a la tarea. ¿Quieres una taza de té, o café o algo?
—No, gracias. Acabo de tomar una coca-cola. ¿Adónde da esa puerta?
—A la cocina. Te la enseñaré.
Guiando a la niña, Elfrida descorrió el pasador y abrió la puerta. Su cocina no era mayor que la de un velero. Allí un pequeño fogón con caldera incorporada mantenía caliente toda la casa; en una alacena se hallaba apilada la vajilla; el fregadero de cerámica estaba bajo la ventana, y una mesa de madera y dos sillas ocupaban el resto del espacio. Junto a la ventana había una puerta, y a través de los paneles de cristal de la mitad superior se veía el patio empedrado de la parte trasera y el estrecho arriate que hasta el momento constituía el único esfuerzo de Elfrida en materia de jardinería. Entre las losas crecían helechos y una madreselva trepaba por la pared del vecino.
—En un día como éste no resulta muy atractivo, pero hay espacio suficiente para extender una hamaca en las tardes de verano.
—Ah, pero a mí me encanta. —Francesca examinó la cocina con ojos de ama de casa—. No tiene nevera. Y no tiene lavadora. Y no tiene congelador.
—No, no tengo congelador. Pero sí tenga nevera y lavadora, en el cobertizo que está al fondo del patio. Y lavo los platos en el fregadero, porque no hay espacio para un lavavajillas.
—Mi madre se moriría si tuviera que lavar los platos.
—No es mucho trabajo cuando una vive sola —respondió Elfrida.
—Me encanta su porcelana. Azul y blanca, mi preferida.
—A mí también es la que más me gusta. No hay dos piezas del mismo juego, pero he ido comprándola poco a poco en tiendas de baratillo. He acumulado tanta que apenas tengo donde ponerla.

2 comentarios:

  1. Leí hace siglos este libro, también antes de que llegara el invierno y me gustó mucho. De cuando en cuando, viene bien tener a un libro de Rosemund Pilcher cerca...o en su defecto, Maeve Binchy.
    Creo que la protagonista y yo nos parecemos con eso de las tazas...Y la cocina aunque pequeña...es muy agradable...ya me gustaría poder disponer de cómo hacer una cocina en condiciones.¡¡Qué pocas veces te encuentras con una cocina bien hecha!! ¿Se tiene en cuenta que es el lugar de los sabores y especies...? En fin...esos son reflexiones mías. Gracias por proporcionarnos un rato tan agradable. Este libro lo leí hace tanto tiempo y fue de prestado que creo que buscaré la opción de bolsillo.
    Un abrazote y felices lecturas

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    1. ¡Hola, María! Pues sí, una buena biblioteca tiene que ofrecer «platos» de todo tipo, como la mejor cocina: los que te dan un chute de energía, los reconfortantes como un plato de cuchara, los que tienen un toque picante, aquellos que devorarías de una sentada, las tisanas relajantes… Y en este último encajaría este libro de Rosamunde Pilcher. Nos ha quedado una buena metáfora, ¿no? :-)

      ¡Un beso, María! He estado desconectadísima del mundo blogueril, pero prometo enmendarme pronto…

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