23 de noviembre de 2014

Don de lenguas

–Demasiado rocambolesco, demasiadas casualidades. No es una buena historia, no funcionaría en un libro.
–¡Exacto! Porque esto es la vida real, Beatriz. Y en la vida real pasan cosas más extrañas que en los libros.

Argh. ¿Se pueden imaginar unas frases más clichés para una novela? El catálogo completo de lo que me he ido encontrando en Don de lenguas me ha alterado tanto que he decidido crear una nueva categoría para los libros que voy leyendo: la de vengahombreporfavor. No sé si os pasa a vosotros, pero a mí me ha ocurrido más de una vez que, al ir leyendo un libro que no me convence por el motivo que sea, empiezo a decir para mis adentros durante la lectura: «Venga, hombre, ¡por favor!». Cabrían tantos libros en esa categoría: La verdad sobre el caso Harry Quebert, Panteón, El mapa del tiempoEn este libro, las primeras señales de alarma las marcaron algunos fallos en el texto (faltas y errores gramaticales, vamos; sorprendente en una edición de bolsillo, que se supone que lleva alguna corrección más por publicarse tiempo después de la edición principal). Luego, me llamó la atención lo poco que empaticé con el personaje principal, Aneta Martí: me ha parecido una periodista ambiciosa, metomentodo y no demasiado amable. Además, el primer intento de describirla que se hace en el libro solo alude a su magnífico físico. «Si esto es todo lo bueno que van a decir de ella las autoras, apaga y vámonos», pensé. Luego, los avances de la trama. Solo diré que nuestra aguerrida protagonista se encuentra en un momento dado con un fichero cerrado con llave. ¿Y qué hace? ¡Sí, se saca una horquilla del pelo y lo abre! Vengahombreporfavor… En el libro hay muchos detalles traídos por los pelos (ojo, spoiler: la muerte de Mario, llegar a la conclusión de que Mariona hacía chantaje...) y los personajes no acaban de quedar muy definidos: Ana, para ser la protagonista, no me parece un personaje que inspire demasiada simpatía; Castro prometía, pero queda muy diluido conforme avanza la novela. Beatriz me pareció el personaje más interesante, pero poco a poco se va convirtiendo en una caricatura al ir soltando cada vez más frecuentemente versos y citas literarias como un loro hasta el punto de perder todo atisbo de naturalidad.

Lo único que le concedo es que puede resultar interesante a mi madre o a personas como ella, que vivió en Barcelona en la década de los cincuenta (bueno, mi madre un poco más tarde). Es una historia policíaca amable y no demasiado negra, y algunos tramos evocan incluso escenitas de novela rosa. Se lee fácil si uno no se para en los detalles que chirrían (si habían hecho desaparecer el libro del catálogo de la biblioteca, ¿cómo lo encuentra la bibliotecaria?). Otro punto positivo que le gustará a mi madre es que la novela está plagada de detalles de los años cincuenta (la gente que caminaba por la calle con paquetitos atados con una cuerda, la portera que cobra los alquileres y es tremendamente cotilla, y muchos más que no fui anotando). Sin embargo, hacia el final da la sensación de que las autoras tenían una lista de todos los detallitos que querían nombrar en la novela a toda costa, pues muchos de ellos parecen un poco metidos con calzador en la narración.

En fin, una novela que sí recomendaré a mi madre, pero que para mí encaja en esa otra categoría que he comentado en otras ocasiones: la de los libros que, una vez cierras la última página, ya no vuelves a acordarte de los personajes…


22 de noviembre de 2014

Dioses menores

Supongo que Terry Pratchett es de esos autores tan peculiares que, sencillamente, lo adoras o te vas al otro extremo y no le pillas la gracia. Yo confieso que me gustan mucho las idas de olla de este autor, porque es eso, una ida de olla detrás de otra, si bien este libro destaca porque es también una gran crítica a las religiones.

Como punto de partida encontramos al dios Om, otrora dios todopoderoso que se ve reencarnado, para su desgracia, en una humilde tortuga sin fieles a quien nadie escucha. Y claro, no es una posición fácil en la que encontrarse en el Mundodisco, donde hay dioses para todos los gustos y la competencia es feroz, así que hay que actuar rápido. Om encuentra por fin a alguien que sí puede oírle: Brutha, un novicio sencillo y  analfabeto. Alguien que no piense demasiado, pues eso no es precisamente lo que los dioses quieren…

No puedo decir que sea mi libro preferido de Pratchett; de hecho, en ciertos tramos me costó avanzar mucho, pero este libro no quise dejarlo a medias. No es el más divertido de Pratchett y no tiene muchos elementos en común con otros libros del Mundodisco, pero sí que es un buen libro, que cuestiona las religiones desde la primera página y plantea la pregunta de si los hombres necesitan dioses y si los dioses son solo tan poderosos como sus creyentes quieren.

Ruido de cañerías


Atila, el detective marginal del Raval de Barcelona, está pasando una mala racha… Tiene problemas con la bebida y con Valentina, «lo más parecido a la mujer de su vida que hay en su vida». Una asociación de ayuda al inmigrante tiene grandes proyectos. El presidente del Futbol Club Barcelona aspira a la Honorabilidad más absoluta por caminos azarosos. Un crimen machista tan claro que desconcierta al mismo Atila. Un par de jóvenes «señoras bien» decididas a portarse tan mal como les sea posible. Lectura poco recomendable para políticos en pleno ejercicio de sus funciones, independientemente de su afiliación y del grado de crisis reinante en el país. Afirma Josep Forment, editor de Alrevés, que Maluenda es heredero de las novelas clásicas norteamericanas y, como tal, denuncia las injusticias sociales. Desde el racismo, la exclusión social, la lucha de clases, la soledad, las oportunidades en la vida, el amor... Además, lo hace con una escritura llena de ironía, de elegancia, muy suspicaz, honesta, certera, valiente y arriesgada.



Ya dije en su día que siento debilidad por Maluenda desde que descubrí Mala hostia, el primer libro del detective protagonista, Atila. Este es ya el cuarto libro de este autor que me leo y, si bien me sigue gustando, quizá ha sido el que menos he disfrutado de él. Me ha parecido que le faltaba garra, que le faltaba acción, «alma» quizá. No está mal, que conste, pero me ha parecido una lectura un poco facilona. Y, pese a ello, ya tengo la mirada en el siguiente libro suyo que leeré: Música para los muertos, donde sale Humphrey, un detective que creo que promete tanto como Atila. 

Siento haber hecho una reseña tan cortita, pero es lo que tiene hacer las reseñas dos meses después de haber leído el libro, que una ya no tiene las sensaciones tan frescas. Prometo enmendarme y ponerme al día pronto en lo que a reseñas se refiere.

18 de noviembre de 2014

Lady Chatterley's Lover (cita)

Both sisters had had their love experience by the time the war came, and they were hurried home. Neither was ever in love with a young man unless he and she were verbally very near: that is unless they were profoundly interested, TALKING to one another. The amazing, the profound, the unbelievable thrill there was in passionately talking to some really clever young man by the hour, resuming day after day for months . . . this they had never realized till it happened! The paradisal promise: Thou shalt have men to talk to!—had never been uttered. It was fulfilled before they knew what a promise it was.

Lady Chatterley's Lover, D. H. Lawrence

7 de noviembre de 2014

Solsticio de invierno

De vez en cuando busco una lectura tranquila, sin sobresaltos; no siempre apetecen las historias densas o trepidantes, y yo hace días que dejé atrás los libros que me hacían sentir como el sufridor en casa (tipo Ken Follett; me leí de jovencilla Los pilares de la Tierra y lo disfruté, pero con Un mundo sin fin, años después, no duré ni diez páginas, porque ya veía que «los buenos» iban a estar pasándolo mal durante setecientas páginas, y yo con ellos). El caso, que mi regalo de Sant Jordi desde el blog de Kayena fue este (¡gracias a Anduriña!), me pareció que era el momento y no quería que pasara más tiempo sin leerlo.

La palabra que me venía continuamente a la cabeza es «lectura plácida» y creo que eso mismo se desprende de la reseña del libro (que he sacado de Internet, y ojo a quienes no quieran saber casi nada de la trama, porque hay spoilers):

Elfrida Phipps, actriz retirada, decide a sus sesenta años abandonar Londres, sin más compañía que su inseparable perro Horace, e instalarse en un pueblo del sur de Inglaterra. Allí, el destino la une a Oscar Blundell, un hombre sumido en la mayor desolación tras perder a su esposa y su hija. Juntos, Elfrida y Oscar se trasladan a Escocia, donde el paisaje, la gente, el clima y el whisky se aúnan para crear un ambiente mágico donde el amor es posible a todas las edades y ante las circunstancias más adversas.

Creo que no me decantaría por leer siempre libros de este tipo, pero sí que volveré a Rosamunde Pilcher porque me ha gustado mucho el concepto, como digo, de lectura plácida que propone (sin asesinatos impactantes que abren la trama, sin giros inesperados que lo trastocan todo, sin sufrimiento a raudales que solo se acaba a cinco páginas del final); además, me encanta el retrato de Inglaterra que hace. Sí, confieso que en algún momento me he visto a mí misma dentro de veinte años reflejada en Elfrida, con gato en lugar de perro, convertida en una señora apacible y algo estrafalaria que recorre las tiendas de baratillo de un pueblecito inglés en busca de la taza perfecta, jajaja…



Para terminar, copio un fragmento que no tiene nada de particular pero quizá refleje bien el saborcillo que transmite este libro:

En realidad, aquello distaba mucho de la perfección, naturalmente. Amontonados en el exiguo espacio del viejo bungalow se hallaban los muebles y enseres personales con los que Elfrida se había mudado de Londres. El sofá hundido, el pequeño sillón victoriano, el guardafuegos de latón, el escritorio desportillado. Lámparas, cuadros sin ningún valor y demasiados libros.
—Como el día está tan gris, tenía intención de encender el fuego, pero aún no me he puesto a la tarea. ¿Quieres una taza de té, o café o algo?
—No, gracias. Acabo de tomar una coca-cola. ¿Adónde da esa puerta?
—A la cocina. Te la enseñaré.
Guiando a la niña, Elfrida descorrió el pasador y abrió la puerta. Su cocina no era mayor que la de un velero. Allí un pequeño fogón con caldera incorporada mantenía caliente toda la casa; en una alacena se hallaba apilada la vajilla; el fregadero de cerámica estaba bajo la ventana, y una mesa de madera y dos sillas ocupaban el resto del espacio. Junto a la ventana había una puerta, y a través de los paneles de cristal de la mitad superior se veía el patio empedrado de la parte trasera y el estrecho arriate que hasta el momento constituía el único esfuerzo de Elfrida en materia de jardinería. Entre las losas crecían helechos y una madreselva trepaba por la pared del vecino.
—En un día como éste no resulta muy atractivo, pero hay espacio suficiente para extender una hamaca en las tardes de verano.
—Ah, pero a mí me encanta. —Francesca examinó la cocina con ojos de ama de casa—. No tiene nevera. Y no tiene lavadora. Y no tiene congelador.
—No, no tengo congelador. Pero sí tenga nevera y lavadora, en el cobertizo que está al fondo del patio. Y lavo los platos en el fregadero, porque no hay espacio para un lavavajillas.
—Mi madre se moriría si tuviera que lavar los platos.
—No es mucho trabajo cuando una vive sola —respondió Elfrida.
—Me encanta su porcelana. Azul y blanca, mi preferida.
—A mí también es la que más me gusta. No hay dos piezas del mismo juego, pero he ido comprándola poco a poco en tiendas de baratillo. He acumulado tanta que apenas tengo donde ponerla.

El hombre del traje gris

Este libro se publicó en la década de 1950 e inmediatamente definió a toda una generación y acuñó una expresión que se sigue usando hoy: la de los hombres del traje gris, con su trabajo medio, su esposa e hijos, su vida en una casita en las afueras, y sus preocupaciones cotidianas por ascender en el escalafón y llegar a fin de mes.

El de Tom y Betsy es un matrimonio muy normal y que en apariencia lo tiene todo: una gran casa en un buen barrio, tres hijos sanos y alegres y un buen trabajo que da para mantenerlo todo (sin alharacas). Más de uno se sentirá identificado, ¿verdad? Pues el problema de este matrimonio era tan común en 1950 como lo es hoy: la insatisfacción. Ambos desean una vida mejor, exactamente eso que nos vende continuamente la publicidad, sin estar del todo seguros siquiera de en qué consiste esa vida mejor que anhelan y si eso es lo que les dará la ansiada felicidad.

En el ínterin, unos determinados hechos del pasado vuelven a llamar a la puerta de Tom y acaban poniéndolo entre la espada y la pared. Así, junto con Tom viviremos las angustias, los anhelos, las insatisfacciones y los miedos de una persona de clase media que podría ser cualquiera de nosotros. Y ahí radica la fuerza de este libro.

Me atraía este libro porque había oído muy buenas críticas, pero, no sé por qué, me esperaba un libro gris como su título, tirando a aburrido; por eso me sorprendieron los giros de la trama, muy logrados, que me mantuvieron enganchada hasta el final. Además conseguí la edición de la foto; la traducción tenía ya unos años y me encantó el sabor añejo que destilaba. Una muy buena lectura, en definitiva.



Mientras guiaba el viejo coche, de regreso a Westport, Tom se decía que él había vivido en cuatro mundos completamente separados. Uno era el mundo loco, poblado de fantasmas, de su abuela y de sus difuntos padres. Otro, el mundo aislado, del cual era mejor no acordarse, en el que había actuado de paracaidista. Otro, el mundo materialista con edificios de tabiques de cristal opaco como la United Broadcasting Corporation y la Schanenhanser Foundation. Y por fin el mundo completamente distinto de Betsy y Haney y Bárbara y Pete, el único de los cuatro que valía un ardite. Tom se dijo que había de existir alguna conexión entre aquellos cuatro mundos; pero era mucho más cómodo pensar en ellos como si estuvieran enteramente divorciados uno de otro.